La mía es una familia de mujeres de carácter fuerte.
Mi tía y mi vieja terminaron con hombres más tranquilos que ellas.
Casi todos mis tíos varones siempre fueron los más sensibles de la familia, y en cierta manera, más dependientes de sus compañeras, que estas de aquellos.
Mi tío Negro, que era el único mas canónicamente masculino y dominante, terminó- oh, casualidad- siendo padre de cinco pequeños fueguitos femeninos, que ya desde la cuna empezaron a mandar el patriarcado al carajo.
La mayoría de todos en mi familia vivimos desde hace años en diferentes provincias y ciudades; pero antes casi siempre nos reuníamos en los veranos, en casa de mis abuelos; y como mi tío Julio era cocinero y cocinaba muy bien, por lo general se encargaba él de esa tarea.
Teníamos la costumbre de ser nosotros, los más chicos, quienes levantaran la mesa, y los más grandes, de limpiar todo; la mayoría de las veces, mi abuelo; decía que le lo tranquilizaba. Supongo que lo heredo de él, entonces…
A la tarde íbamos a jugar todos los primos juntos. Importaba la edad, no si estábamos vestidos de celeste o rosado. A veces trepábamos árboles, otras veces construíamos casas. A veces tratábamos de salvar el mundo; otras veces, éramos padres y madres de cuerpitos de plástico “made in China”. Y a veces salían unos penales, en la plaza, entre los postes de las hamacas sin hamacas. Una de mis primas atajaba, mientras yo le pegaba como un campeón a una espectacular porción de pasto al lado de algo que creo que era una pelota de cuero sintético.
A esa prima siempre le gustaron las artes marciales, incluso desde muy chica. Era ella la que siempre me defendía cuando se armaban esos pequeños bardos infantiles. Y hoy lo recuerdo entre risas cuando me cuentan que le da la teta a su segundo hijo mientras mira hipnotizada los torneos de MMA; y se enoja con su marido si la interrumpe.
Mi tía Franci tuvo un novio que una vez le levantó la mano. Fue literal, porque sólo llegó a eso. Con el sólo gesto de él, ella agarró un fierro y le azotó el costado de una rodilla… Hoy, 20 años después, todavía lo veo de vez en cuando al tipo, caminando con una pierna torcida y una profunda renguera…
Cuando se empezó a usar el hashtag con el “Ni una menos”, surgió una situación en la que me di cuenta que no entendía a qué se refería la expresión “andá a lavar los platos”, porque para mí significaba una tarea que a algunos nos gusta porque nos tranquiliza; significaba la prolijidad de mi abuelo ordenando los platos limpios en el secaplatos, recibiendo las cosas que los nietos le llevábamos y él recibía con una sonrisa y un chiste, mientras se despejaba la mesa y se servía el postre… Significaba todo eso y todos los recuerdos felices de la familia reunida, de comidas ricas, de escapadas masivas de la prisión de la siesta y del inverosímil cuento del Viejo de la Bolsa, a jugar a la plaza o a tomar mates tereré a la sombra de un árbol, refugiados del agobiante sol del verano correntino.
Cuando se empezó a hablar de mujeres denunciando violencia física por parte varones, me pareció una serie de hechos aislados. “Capaz esas chicas son más tímidas”- pensé-, “más tímidas que las mujeres de mi familia”.
Los modelos para recortar y armar de mujeres románticas y hombres emocionalmente discapacitados fue algo que fui asimilando conscientemente recién en la adolescencia, en la secundaria, ante el panorama de un curso de 27 varones y 3 mujeres.
Sólo después de ver “El Secreto de sus Ojos”, pude tomar más dimensión del horror de una violación; más allá del simple sentido común, claro…
Y aun así, a pesar de todo este contexto personal, nunca caí en el simplismo de pormenorizar los reclamos y las luchas del feminismo sólo con el argumento de que conozco “otro tipo de mujeres”, como descalificando esos otros modos de ser mujer, como indicando que la solución sería sencillamente invertir los roles, del dependiente y del independiente, del iluso amoroso y del insensible que se preocupa por el sustento material de la familia. Porque a pesar de recordar con cierta gracia algunas anécdotas de esas mujeres intensas de mi sangre, también sé de algunas experiencias no gratas de sus relaciones, que se dan en todas o en muchas otras parejas, pero con una condición distinta de “género emisor y género receptor”.
Dicho de otro modo, si bien me siento afortunado por la posibilidad que tuve de crecer ante un panorama quizás distinto al de muchas personas que lamentablemente maman desde muy pibes un ambiente de violencia y machismo, también tengo que reconocer que viví momentos casi igual de tristes y en cierto modo violentos, pero de ese tipo de violencia que fácilmente se puede perder de vista cuando no hay una muerte o unos moretones en la piel como evidencias.
Cuando la gravedad del tema de la violencia llega al nivel del asesinato, y lo que es peor aún, del asesinato justificado por haber sido “pasional”, o disminuído porque fue un “asunto doméstico”, entiendo que la prioridad sea la vida, y que los reclamos de acciones políticas se concentren en desnaturalizar lo naturalizado, en dudar de lo obvio, en discutir las costumbres, en repensar los roles, en evidenciar los privilegios y sus consecuencias. Celebro que haya llegado un punto en donde el discurso feminista empezó a ganar la velocidad y la potencia necesarias para atravesar cimientos muy conservadores de las sociedades, incluso en sectores supuestamente muy “open mind”.
Pero también en el desarrollo de todo ese necesario movimiento llegó un punto en donde el discurso feminista empezó a cargarse de una fuerza que va más allá del impulso para iniciar una ruptura, el comienzo de algo nuevo, el desacomodar lo cómodo, etc., etc. Llegó un punto en que el discurso feminista empezó a construir un monstruo y a proyectarlo en todo aquél que discrepara, o en todo aquél que no adhiriera activamente. Incluso diría, y esto es tremendo, que el discurso feminista empezó a transformar al ser varón en un enemigo; recuperando la vieja consigna “las nenas con las nenas, los nenes con los nenes”, pero ahora no con un criterio genital, sino de “identidad de género”.
“Soy gay” es la única contraseña que como hombre puedo ofrecer para entrar en este grupo que, consciente o inconscientemente, está construyendo una irónica y lamentable división cuando inicialmente reclamaba equidad.
Por todo esto, me parece que tenemos que volver a reflexionar sobre nuestros discursos pero sobretodo nuestras prácticas, porque no veo que sea suficiente declarar “la paz” como un objetivo de un movimiento que emprendemos o en el que participamos, si después elegimos palabras que de entrada ya están catalogando a ese otro, a ese distinto, como alguien equivocado, maligno y peligroso.
Recordemos que no estuvo bueno lo que pasó (y pasa) cuando alguien levantó (y levanta) el dedo para pronunciar: “puta”, “bruja”, “loca”.
Aprendamos de la historia para no repetirla, sin querer, camuflada con una nueva versión: “misógino”, “patriarcal”, “heteronormativo”.
Invitemos, desde todo el lenguaje, a todos los genitales, a todos los géneros, a todas las sensibilidades, a todas las formas de amar y gemir; a conocernos, comprendernos y respetarnos.
Es una tarea compleja, lo sé, pero necesitamos empezar por algún lado, y tal vez podamos arrancar por sacar de nuestros modos de expresión la idea de que ese otro, ese distinto, es alguien equivocado, maligno y peligroso. Porque quizás no lo sea, y porque quizás si lo es, pueda dejar de serlo. Y porque me parece que mientras no lo conozcamos, tiene derecho al beneficio de la duda.
[Foto:http://goo.gl/rVnTQR]
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