Hoy me costó
muchísimo levantarme. Tenía mucho sueño y hacía un frío
tremendo.
Desde el maravilloso
microclima de mi cama, arrimé el dedo gordo de un pie al mundo
exterior... y no, ya fue…
Hubiera caído en la
trampa de los engañosos “cinco minutos más”, que se multiplican
y se hacen horas; de no haber sido por mi abuela, que justo entró y
me inundó la pieza de olor a arroz con leche, escencia de vainilla
y recuerdos de aquella época en la que me gustaba el verano.
Ella misma es un
recuerdo. Se fue, se está tomando una larga larguísima siesta… Es
que estaba muy cansada… Hace un año que la llevamos a un lugar,
con otros que también descansan, donde nadie los molesta.
Pero ella, que es un
recuerdo, me visita todo el tiempo, me rodea, me abraza, me hacen
sentir querido, cuidado, importante para alguien… Hace que no me
pierda entre tantos millones de personas, si me mezclo, o que me
recupere con más facilidad si me pierdo.
Y es tan loco que a
ella, que ya no la veo, la siento todo el tiempo, está tan viva, la
tengo en todos lados… Y sin embargo, hay tantos vivos, que ya no
están, aunque los vea, ya no los siento, en ningún momento, en
ningún lugar…
Pero sé que en
realidad no es así; es mentira que no los siento, es totalmente
mentira; los siento, a ellos también los siento, y los siento
muchísimo, los siento como a cualquier ser querido que se haya ido a
dormir una larga larguísima siesta, porque ellos, de alguna manera,
también se fueron. Para siempre.
Pero ellos dejaron
un cascarón con una cara muy parecida, con un mismo timbre de voz,
una forma de hablar muy similar, y otras características casi
idénticas… Y cada tanto me encuentro con esos cascarones… Los
veo, los escucho, miro sus movimientos de manos, oigo sus risas,
huelo sus shampooes si me pasan cerca, y me dejo ignorar por sus
miradas que me esquivan; o me dejo ignorarlos, apartando mi mirada.
Es en ese mismísimo
momento, con ese exacto gesto, en que nos recordamos, el uno al otro
y cada uno a sí mismo; que el otro murió, que tenemos que
mantenerlo muerto, y matarlo si revive; y no hay momento más
peligroso para esa muerte artificial que cuando ese muerto se aparece
ahí, tan real, tan cascarón de ese antiguo ser querido, tan
parecido a los recuerdos, tan dedo en la llaga… tan vivito y
coleando…
No sé qué es peor,
si jugar al “no te veo”, o verse, sonreírse con un gesto tímido,
controlado, quizás triste, quizás resignado… y volver a partir
por caminos distintos, tipo “todo bien, pero seamos fieles a lo que
decidimos…”.
Hay tantos motivos
por los que puede una persona llegar a ese punto, a esa actitud, y
son todos tan personales… Pero cómo me hincha las bolas extrañar
tanto a tanta gente…
Y extraño algo de
ellos que no es solo su presencia, sus características físicas…
Extraño esa cosa maravillosa que es haber coincidido en la vida, y
no como el simple azar que nos llevó a compartir las mismas
coordenadas y la misma fecha y hora;
sino el habernos
mirado a los ojos, habernos hablado,
habernos reído
juntos o consolado,
habernos divertido y
haber deseado
volver a vernos,
habernos extrañado
y comunicado,
y habernos movido
para volver a encontrarnos,
y eso: una y otra
vez
hasta que esa
relación empezó a sentirse
como una amistad, o
un noviazgo
o lo que sea…
Es increíble esta
especie de parto a la inversa que hacemos cuando de ese útero
inconmensurable que es el mundo, donde todo el tiempo se están
desarrollando embriones anónimos de todas las edades; le damos una
vida y un nombre a uno -o unos pocos- metiéndolos dentro nuestro…
Pero sé que yo no
le di la vida a ninguno de estos cuerpos vacíos, a estos cascarones.
Sé que ellos siempre fueron (antes de mí) y siguen siendo (después
de mí): cuerpos ocupados, en desarrollo, en proceso de muchas cosas.
Son portadores de muchas máscaras- como yo, como todos- y tienen la
responsabilidad enorme de sus propias vidas.
A lo único que le
di vida es a un concepto de ellos en mi cabeza; a una interpretación
personal de lo que supuse que ellos eran, y de lo que esperaba que
fueran.
Hicieron/les
hice/nos hicimos muchas cosas, puntuales en cada caso, por las que
nos matamos o nos dejamos morir el uno al otro. Y los muertos no
hablan. ¿Cómo le voy a preguntar a un muerto, por qué se
murió…?¿Cómo me va a preguntar en muerto, por qué lo maté…?
En cualquiera de estos casos, el emisor le hablaría a un receptor
que ya no está, que también se fue, de alguna manera, a dormir una
larga larguísima siesta… Un receptor que ya es un recuerdo.
—¿Y qué hay con
esos muertos que vuelven, y se quedan vivos, y más vivos que antes?
—Y… creo que
cada uno sabrá- ahora o en algún momento- cuál o cuáles de sus
muertos están realmente muertos… y a cuáles sólo les desconoce
el paradero…

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