Propensidades

Siempre me gustó esa frase del agua, que con suavidad y paciencia va moldeando hasta la piedra más dura.
Y siempre admiré a ese clase de gente, gente agua, pacífica, paciente, capaz de trabajar cambios en largos procesos, de bordear las esperezas más afiladas, casi inmunemente. Los observé largo y tendido…  sobre todo a una persona…
Cuando era chico y pasaba las vacaciones largas con mis abuelos, me gustaba cuando me despertaba el olor a tierra mojada y el repentino frío que me indicaba que la calurosa noche de verano había quedado atrás. Podía quedarme en la cama, y aprovechar esa repentina y deliciosa mañana fría y lluviosa en pleno verano. Pero no. Yo sabía que esos días, en esos momentos, pasaba algo que por algún motivo me atraía mucho, y que sólo sucedía de vez en cuando, y no era capaz de perdérmelo nunca. Me levantaba, frotándome los ojos y tratando de no hacer ruido, y me dirigía a la cocina, para encontrarme con todas las luces apagadas, pero la puerta del patio abierta, y a “Ito” -solemne guardián canino de cola enrulada- al lado del abuelo, ambos sentados, con la mirada perdida en la belleza exageradamente simple de una lluvia torrencial matutina…
No sé si era ternura, no sé si era desconcierto, no sé si era la curiosidad miedosa y corajuda de un niño que inventa complejísimas y descabelladas teorías al no entender algo… Sólo sé que siempre que llovía me sentía impulsado por la irresistible tentación de ir a observar a mi abuelo cumpliendo su hábito de contemplar la lluvia, con Ito siempre al lado.
Hoy cada vez que llueve, recuerdo con afecto y gracia esas escenas, todas extremadamente parecidas, con la única diferencia de la cantidad y profundidad de arrugas en el rostro de cada uno, como si estuviera viendo uno de esos videos de gente que se sacó una selfie todos los días durante 10 años, para después ver la evidencia del paso del tiempo.
Hoy cada vez que llueve, y me siento tranquilo, inspirado y contento por la compañía de ese sonido hermoso, pienso: “Esto también lo heredé de vos”, y agrego: “al igual que esa terapia de lavar los platos”.
Y hoy, cada vez que llueve, pienso: “Sólo alguien como vos hubiera podido terminar al lado de alguien como la abuela, que era un incendio viviente”, y me río. Y la extraño.
Y es que sí, siempre admiré a esa gente agua. Los observé largo y tendido, con toda mi atención y con todo el deseo de aprender su secreto, esa técnica –si es que la había- para vivir con esa calma y para calmar a los demás, con la sencilla acción de su presencia.
No es que no conociera ese estado, pero… ¿cómo hacían para mantenerlo?- me preguntaba- ¿o cómo hacen para recuperarlo tan rápido cuando lo perdían…?
Pero no pensaba en la gente que medita, se fuma un porro o en los que acuden a algún truco para bajar un cambio; pensaba en esa gente que ya es así…
Y así fui llegando a la idea de que, quizás, ya nacemos con ciertas propensidades. Andá a saber si posta es por una cuestión astrológica, el exceso de azúcar en las bebidas que tomamos desde siempre, la locura de la vida capitalista, o si de bebé me caí de cabeza al piso y desde ahí quedé defectuoso; pero la onda es que con el tiempo me fue llamando cada vez más la atención esa “propensidad” natural (← también con comillas) que nos veo a las personas, de ser de una u otra forma, a lo largo de nuestras vidas.
Pero no propensidades tipo un destino inevitable, onda: “Soy propenso a ser un gil, a dejarme pisotear y a vivir en la caca para siempre, porque, uh, soy una "persona agua", y aguante el misticismo”... NO, o al menos no es lo que yo creo, y no es a lo que me refiero.
Me refiero sencillamente, a cómo veo dos grandes perfiles en la gente: calma y movimiento. Pero ya después el tipo de valoración de cada perfil varía, por supuesto, porque hay personas tranquilas, y también personas extremadamente indiferentes ante aparentemente todo; de la misma forma que hay personas inquietas, y personas directamente incendiarias; y ni hablar de todas las combinaciones posibles, que ha de haber una por cada ser humano; y más allá, también, de esa ilusión de “equilibrio” que muchos perseguimos.
Entonces, así como fui llegando a esa idea de propensidades, también fui llegando a la idea de que por mucho que admire a ese gente agua, por mucho que admire y valore sus formas de ser; yo soy diferente… yo soy fuego.
Durante muchísimo tiempo me lo negué, me daba vergüenza, me daba remordimiento, porque la única forma de ser fuego que conocía era el calor del enojo constante, la fiebre de los celos, la tibieza del “vivir porque hay que vivir”, porque “qué van a decir de mí si me mato…?”, la autoflagelación del rencor, y el asco abrasador de cada quemadura que causé, las cicatrices ardientes de la culpa…
Por eso envidiaba a ese otro elemento… Como si el agua no pudiera ahogar, como si la humedad no pudiera pudrir, como si los diluvios no fueran también un peligro….
Como ya dije, siempre admiré a la gente agua, incluso me enamoré varias veces de gente así. Es más, la mayoría de mis relaciones, las más duraderas, fueron con personas de este perfil. Y eventualmente, cada uno vibró en el peor lugar de su “propensidad”, y el agua se evaporó o el fuego se apagó, y la historia llegó a su fin.
… Hace muy poco que empecé a aceptar mi propia propensidad, y a buscar cómo construir desde el reconocerme como lo que soy, con la absoluta fe de que se puede construir también desde este elemento, desde este perfil, desde esta propensidad, desde el fuego.
Sé que voy a encontrar la manera, en algún momento, de vibrar desde otro lugar, y volverme capaz de calentar un alimento, iluminar las noches,  secas las lágrimas y espantar los miedos de quienes aprecio.  




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