45 minutos

Hay un vago que se toma el cole cerca de donde yo siempre subo para ir a la facultad. Se sabe en el barrio que tiene un problema -mental, psicológico, psiquiátrico, no sé-. 
Me agarró una especie de cariño. 
Demasiado, capaz...
Cada vez que me subo, se me sienta al lado, y trata sigilosamente de pegarse contra mí lo más que puede. Cuando quedo ensandwichado entre él y la ventanilla,intenta de ponerme una mano sobre la pierna, con lo que tal vez él cree que es el disimulo de un ninja. No atiende o entiende mis tímidos empujones para recuperar un poco de oxígeno y de pierna. 
Y entre la ignorancia sobre su patología o cómo manejar estas situaciones, y esa punzada de culpa que me retiene de embocarle una piña; termino aguantando 45 minutos de este mismo tire y afloje.
45 minutos... una vez cada algunos meses.
Y pensar que las minas viven cosas así (mas sutiles pero igualmente molestas; o graves, mucho mas graves) todos los días, a cada rato, en cualquier lugar y por personas con lo que se supone que es "uso de razón".
45 minutos, y seguramente nadie va a preguntarse cómo habré estado vestido o para qué habré salido a esa hora.


#NuncaMas


Propensidades

Siempre me gustó esa frase del agua, que con suavidad y paciencia va moldeando hasta la piedra más dura.
Y siempre admiré a ese clase de gente, gente agua, pacífica, paciente, capaz de trabajar cambios en largos procesos, de bordear las esperezas más afiladas, casi inmunemente. Los observé largo y tendido…  sobre todo a una persona…
Cuando era chico y pasaba las vacaciones largas con mis abuelos, me gustaba cuando me despertaba el olor a tierra mojada y el repentino frío que me indicaba que la calurosa noche de verano había quedado atrás. Podía quedarme en la cama, y aprovechar esa repentina y deliciosa mañana fría y lluviosa en pleno verano. Pero no. Yo sabía que esos días, en esos momentos, pasaba algo que por algún motivo me atraía mucho, y que sólo sucedía de vez en cuando, y no era capaz de perdérmelo nunca. Me levantaba, frotándome los ojos y tratando de no hacer ruido, y me dirigía a la cocina, para encontrarme con todas las luces apagadas, pero la puerta del patio abierta, y a “Ito” -solemne guardián canino de cola enrulada- al lado del abuelo, ambos sentados, con la mirada perdida en la belleza exageradamente simple de una lluvia torrencial matutina…
No sé si era ternura, no sé si era desconcierto, no sé si era la curiosidad miedosa y corajuda de un niño que inventa complejísimas y descabelladas teorías al no entender algo… Sólo sé que siempre que llovía me sentía impulsado por la irresistible tentación de ir a observar a mi abuelo cumpliendo su hábito de contemplar la lluvia, con Ito siempre al lado.
Hoy cada vez que llueve, recuerdo con afecto y gracia esas escenas, todas extremadamente parecidas, con la única diferencia de la cantidad y profundidad de arrugas en el rostro de cada uno, como si estuviera viendo uno de esos videos de gente que se sacó una selfie todos los días durante 10 años, para después ver la evidencia del paso del tiempo.
Hoy cada vez que llueve, y me siento tranquilo, inspirado y contento por la compañía de ese sonido hermoso, pienso: “Esto también lo heredé de vos”, y agrego: “al igual que esa terapia de lavar los platos”.
Y hoy, cada vez que llueve, pienso: “Sólo alguien como vos hubiera podido terminar al lado de alguien como la abuela, que era un incendio viviente”, y me río. Y la extraño.
Y es que sí, siempre admiré a esa gente agua. Los observé largo y tendido, con toda mi atención y con todo el deseo de aprender su secreto, esa técnica –si es que la había- para vivir con esa calma y para calmar a los demás, con la sencilla acción de su presencia.
No es que no conociera ese estado, pero… ¿cómo hacían para mantenerlo?- me preguntaba- ¿o cómo hacen para recuperarlo tan rápido cuando lo perdían…?
Pero no pensaba en la gente que medita, se fuma un porro o en los que acuden a algún truco para bajar un cambio; pensaba en esa gente que ya es así…
Y así fui llegando a la idea de que, quizás, ya nacemos con ciertas propensidades. Andá a saber si posta es por una cuestión astrológica, el exceso de azúcar en las bebidas que tomamos desde siempre, la locura de la vida capitalista, o si de bebé me caí de cabeza al piso y desde ahí quedé defectuoso; pero la onda es que con el tiempo me fue llamando cada vez más la atención esa “propensidad” natural (← también con comillas) que nos veo a las personas, de ser de una u otra forma, a lo largo de nuestras vidas.
Pero no propensidades tipo un destino inevitable, onda: “Soy propenso a ser un gil, a dejarme pisotear y a vivir en la caca para siempre, porque, uh, soy una "persona agua", y aguante el misticismo”... NO, o al menos no es lo que yo creo, y no es a lo que me refiero.
Me refiero sencillamente, a cómo veo dos grandes perfiles en la gente: calma y movimiento. Pero ya después el tipo de valoración de cada perfil varía, por supuesto, porque hay personas tranquilas, y también personas extremadamente indiferentes ante aparentemente todo; de la misma forma que hay personas inquietas, y personas directamente incendiarias; y ni hablar de todas las combinaciones posibles, que ha de haber una por cada ser humano; y más allá, también, de esa ilusión de “equilibrio” que muchos perseguimos.
Entonces, así como fui llegando a esa idea de propensidades, también fui llegando a la idea de que por mucho que admire a ese gente agua, por mucho que admire y valore sus formas de ser; yo soy diferente… yo soy fuego.
Durante muchísimo tiempo me lo negué, me daba vergüenza, me daba remordimiento, porque la única forma de ser fuego que conocía era el calor del enojo constante, la fiebre de los celos, la tibieza del “vivir porque hay que vivir”, porque “qué van a decir de mí si me mato…?”, la autoflagelación del rencor, y el asco abrasador de cada quemadura que causé, las cicatrices ardientes de la culpa…
Por eso envidiaba a ese otro elemento… Como si el agua no pudiera ahogar, como si la humedad no pudiera pudrir, como si los diluvios no fueran también un peligro….
Como ya dije, siempre admiré a la gente agua, incluso me enamoré varias veces de gente así. Es más, la mayoría de mis relaciones, las más duraderas, fueron con personas de este perfil. Y eventualmente, cada uno vibró en el peor lugar de su “propensidad”, y el agua se evaporó o el fuego se apagó, y la historia llegó a su fin.
… Hace muy poco que empecé a aceptar mi propia propensidad, y a buscar cómo construir desde el reconocerme como lo que soy, con la absoluta fe de que se puede construir también desde este elemento, desde este perfil, desde esta propensidad, desde el fuego.
Sé que voy a encontrar la manera, en algún momento, de vibrar desde otro lugar, y volverme capaz de calentar un alimento, iluminar las noches,  secas las lágrimas y espantar los miedos de quienes aprecio.  




Muertos vivos

Hoy me costó muchísimo levantarme. Tenía mucho sueño y hacía un frío tremendo.
Desde el maravilloso microclima de mi cama, arrimé el dedo gordo de un pie al mundo exterior... y no, ya fue…
Hubiera caído en la trampa de los engañosos “cinco minutos más”, que se multiplican y se hacen horas; de no haber sido por mi abuela, que justo entró y me inundó la pieza de olor a arroz con leche, escencia de vainilla y recuerdos de aquella época en la que me gustaba el verano.
Ella misma es un recuerdo. Se fue, se está tomando una larga larguísima siesta… Es que estaba muy cansada… Hace un año que la llevamos a un lugar, con otros que también descansan, donde nadie los molesta.
Pero ella, que es un recuerdo, me visita todo el tiempo, me rodea, me abraza, me hacen sentir querido, cuidado, importante para alguien… Hace que no me pierda entre tantos millones de personas, si me mezclo, o que me recupere con más facilidad si me pierdo.
Y es tan loco que a ella, que ya no la veo, la siento todo el tiempo, está tan viva, la tengo en todos lados… Y sin embargo, hay tantos vivos, que ya no están, aunque los vea, ya no los siento, en ningún momento, en ningún lugar…
Pero sé que en realidad no es así; es mentira que no los siento, es totalmente mentira; los siento, a ellos también los siento, y los siento muchísimo, los siento como a cualquier ser querido que se haya ido a dormir una larga larguísima siesta, porque ellos, de alguna manera, también se fueron. Para siempre.
Pero ellos dejaron un cascarón con una cara muy parecida, con un mismo timbre de voz, una forma de hablar muy similar, y otras características casi idénticas… Y cada tanto me encuentro con esos cascarones… Los veo, los escucho, miro sus movimientos de manos, oigo sus risas, huelo sus shampooes si me pasan cerca, y me dejo ignorar por sus miradas que me esquivan; o me dejo ignorarlos, apartando mi mirada.
Es en ese mismísimo momento, con ese exacto gesto, en que nos recordamos, el uno al otro y cada uno a sí mismo; que el otro murió, que tenemos que mantenerlo muerto, y matarlo si revive; y no hay momento más peligroso para esa muerte artificial que cuando ese muerto se aparece ahí, tan real, tan cascarón de ese antiguo ser querido, tan parecido a los recuerdos, tan dedo en la llaga… tan vivito y coleando…
No sé qué es peor, si jugar al “no te veo”, o verse, sonreírse con un gesto tímido, controlado, quizás triste, quizás resignado… y volver a partir por caminos distintos, tipo “todo bien, pero seamos fieles a lo que decidimos…”.
Hay tantos motivos por los que puede una persona llegar a ese punto, a esa actitud, y son todos tan personales… Pero cómo me hincha las bolas extrañar tanto a tanta gente…
Y extraño algo de ellos que no es solo su presencia, sus características físicas… Extraño esa cosa maravillosa que es haber coincidido en la vida, y no como el simple azar que nos llevó a compartir las mismas coordenadas y la misma fecha y hora;
sino el habernos mirado a los ojos, habernos hablado,
habernos reído juntos o consolado,
habernos divertido y haber deseado
volver a vernos,
habernos extrañado y comunicado,
y habernos movido para volver a encontrarnos,
y eso: una y otra vez
hasta que esa relación empezó a sentirse
como una amistad, o un noviazgo
o lo que sea…
Es increíble esta especie de parto a la inversa que hacemos cuando de ese útero inconmensurable que es el mundo, donde todo el tiempo se están desarrollando embriones anónimos de todas las edades; le damos una vida y un nombre a uno -o unos pocos- metiéndolos dentro nuestro…
Pero sé que yo no le di la vida a ninguno de estos cuerpos vacíos, a estos cascarones. Sé que ellos siempre fueron (antes de mí) y siguen siendo (después de mí): cuerpos ocupados, en desarrollo, en proceso de muchas cosas. Son portadores de muchas máscaras- como yo, como todos- y tienen la responsabilidad enorme de sus propias vidas.
A lo único que le di vida es a un concepto de ellos en mi cabeza; a una interpretación personal de lo que supuse que ellos eran, y de lo que esperaba que fueran.
Hicieron/les hice/nos hicimos muchas cosas, puntuales en cada caso, por las que nos matamos o nos dejamos morir el uno al otro. Y los muertos no hablan. ¿Cómo le voy a preguntar a un muerto, por qué se murió…?¿Cómo me va a preguntar en muerto, por qué lo maté…? En cualquiera de estos casos, el emisor le hablaría a un receptor que ya no está, que también se fue, de alguna manera, a dormir una larga larguísima siesta… Un receptor que ya es un recuerdo.
—¿Y qué hay con esos muertos que vuelven, y se quedan vivos, y más vivos que antes?
—Y… creo que cada uno sabrá- ahora o en algún momento- cuál o cuáles de sus muertos están realmente muertos… y a cuáles sólo les desconoce el paradero…
Yo, por las dudas, toco madera.




[Foto: Etienne Pauthenet- http://goo.gl/ePzZs]

Celestes y rosados

La mía es una familia de mujeres de carácter fuerte.
Mi tía y mi vieja terminaron con hombres más tranquilos que ellas.
Casi todos mis tíos varones siempre fueron los más sensibles de la familia, y en cierta manera, más dependientes de sus compañeras, que estas de aquellos.
Mi tío Negro, que era el único mas canónicamente masculino y dominante, terminó- oh, casualidad- siendo padre de cinco pequeños fueguitos femeninos, que ya desde la cuna empezaron a mandar el patriarcado al carajo.
La mayoría de todos en mi familia vivimos desde hace años en diferentes provincias y ciudades; pero antes casi siempre nos reuníamos en los veranos, en casa de mis abuelos; y como mi tío Julio era cocinero y cocinaba muy bien, por lo general se encargaba él de esa tarea.
Teníamos la costumbre de ser nosotros, los más chicos, quienes levantaran la mesa, y los más grandes, de limpiar todo; la mayoría de las veces, mi abuelo; decía que le lo tranquilizaba. Supongo que lo heredo de él, entonces…
A la tarde íbamos a jugar todos los primos juntos. Importaba la edad, no si estábamos vestidos de celeste o rosado. A veces trepábamos árboles, otras veces construíamos casas. A veces tratábamos de salvar el mundo; otras veces, éramos padres y madres de cuerpitos de plástico “made in China”. Y a veces salían unos penales, en la plaza, entre los postes de las hamacas sin hamacas. Una de mis primas atajaba, mientras yo le pegaba como un campeón a una espectacular porción de pasto al lado de algo que creo que era una pelota de cuero sintético.
A esa prima siempre le gustaron las artes marciales, incluso desde muy chica. Era ella la que siempre me defendía cuando se armaban esos pequeños bardos infantiles. Y hoy lo recuerdo entre risas cuando me cuentan que le da la teta a su segundo hijo mientras mira hipnotizada los torneos de MMA; y se enoja con su marido si la interrumpe.
Mi tía Franci tuvo un novio que una vez le levantó la mano. Fue literal, porque sólo llegó a eso. Con el sólo gesto de él, ella agarró un fierro y le azotó el costado de una rodilla… Hoy, 20 años después, todavía lo veo de vez en cuando al tipo, caminando con una pierna torcida y una profunda renguera…
Cuando se empezó a usar el hashtag con el “Ni una menos”, surgió una situación en la que me di cuenta que no entendía a qué se refería la expresión “andá a lavar los platos”, porque para mí significaba una tarea que a algunos nos gusta porque nos tranquiliza; significaba la prolijidad de mi abuelo ordenando los platos limpios en el secaplatos, recibiendo las cosas que los nietos le llevábamos y él recibía con una sonrisa y un chiste, mientras se despejaba la mesa y se servía el postre… Significaba todo eso y todos los recuerdos felices de la familia reunida, de comidas ricas, de escapadas masivas de la prisión de la siesta y del inverosímil cuento del Viejo de la Bolsa, a jugar a la plaza o a tomar mates tereré a la sombra de un árbol, refugiados del agobiante sol del verano correntino.
Cuando se empezó a hablar de mujeres denunciando violencia física por parte varones, me pareció una serie de hechos aislados. “Capaz esas chicas son más tímidas”- pensé-, “más tímidas que las mujeres de mi familia”.
Los modelos para recortar y armar de mujeres románticas y hombres emocionalmente discapacitados fue algo que fui asimilando conscientemente recién en la adolescencia, en la secundaria, ante el panorama de un curso de 27 varones y 3 mujeres.
Sólo después de ver “El Secreto de sus Ojos”, pude tomar más dimensión del horror de una violación; más allá del simple sentido común, claro…
Y aun así, a pesar de todo este contexto personal, nunca caí en el simplismo de pormenorizar los reclamos y las luchas del feminismo sólo con el argumento de que conozco “otro tipo de mujeres”, como descalificando esos otros modos de ser mujer, como indicando que la solución sería sencillamente invertir los roles, del dependiente y del independiente, del iluso amoroso y del insensible que se preocupa por el sustento material de la familia. Porque a pesar de recordar con cierta gracia algunas anécdotas de esas mujeres intensas de mi sangre, también sé de algunas experiencias no gratas de sus relaciones, que se dan en todas o en muchas otras parejas, pero con una condición distinta de “género emisor y género receptor”.
Dicho de otro modo, si bien me siento afortunado por la posibilidad que tuve de crecer ante un panorama quizás distinto al de muchas personas que lamentablemente maman desde muy pibes un ambiente de violencia y machismo, también tengo que reconocer que viví momentos casi igual de tristes y en cierto modo violentos, pero de ese tipo de violencia que fácilmente se puede perder de vista cuando no hay una muerte o unos moretones en la piel como evidencias.
Cuando la gravedad del tema de la violencia llega al nivel del asesinato, y lo que es peor aún, del asesinato justificado por haber sido “pasional”, o disminuído porque fue un “asunto doméstico”, entiendo que la prioridad sea la vida, y que los reclamos de acciones políticas se concentren en desnaturalizar lo naturalizado, en dudar de lo obvio, en discutir las costumbres, en repensar los roles, en evidenciar los privilegios y sus consecuencias. Celebro que haya llegado un punto en donde el discurso feminista empezó a ganar la velocidad y la potencia necesarias para atravesar cimientos muy conservadores de las sociedades, incluso en sectores supuestamente muy “open mind”.
Pero también en el desarrollo de todo ese necesario movimiento llegó un punto en donde el discurso feminista empezó a cargarse de una fuerza que va más allá del impulso para iniciar una ruptura, el comienzo de algo nuevo, el desacomodar lo cómodo, etc., etc. Llegó un punto en que el discurso feminista empezó a construir un monstruo y a proyectarlo en todo aquél que discrepara, o en todo aquél que no adhiriera activamente. Incluso diría, y esto es tremendo, que el discurso feminista empezó a transformar al ser varón en un enemigo; recuperando la vieja consigna “las nenas con las nenas, los nenes con los nenes”, pero ahora no con un criterio genital, sino de “identidad de género”.
“Soy gay” es la única contraseña que como hombre puedo ofrecer para entrar en este grupo que, consciente o inconscientemente, está construyendo una irónica y lamentable división cuando inicialmente reclamaba equidad.
Por todo esto, me parece que tenemos que volver a reflexionar sobre nuestros discursos pero sobretodo nuestras prácticas, porque  no veo que sea suficiente declarar “la paz” como un objetivo de un movimiento que emprendemos o en el que participamos, si después elegimos palabras que de entrada ya están catalogando a ese otro, a ese distinto, como alguien equivocado, maligno y peligroso.
Recordemos que no estuvo bueno lo que pasó  (y pasa) cuando alguien levantó (y levanta) el dedo para pronunciar: “puta”, “bruja”, “loca”.
Aprendamos de la historia para no repetirla, sin querer, camuflada con una nueva versión: “misógino”, “patriarcal”, “heteronormativo”.
Invitemos, desde todo el lenguaje, a todos los genitales, a todos los géneros, a todas las sensibilidades, a todas las formas de amar y gemir; a conocernos, comprendernos y respetarnos.
Es una tarea compleja, lo sé, pero necesitamos empezar por algún lado, y tal vez podamos arrancar por sacar de nuestros modos de expresión la idea de que ese otro, ese distinto, es alguien equivocado, maligno y peligroso. Porque quizás no lo sea, y porque quizás si lo es, pueda dejar de serlo. Y porque me parece que mientras no lo conozcamos, tiene derecho al beneficio de la duda.
[Foto:http://goo.gl/rVnTQR]


Esperar

En noruego existen tres verbos para esperar: å vente, å forvente, å håpe. 
El primero se usa cuando uno espera un autobús; el segundo, cuando uno espera, por ejemplo, consideración de los demás; y el tercero, cuando se espera con esperanza. 
En inglés están: to wait, to expect, to hope.
En castellano teóricamente tenemos: Aguardar, esperar, anhelar...
... Pero, en la práctica, solo nos queda esperar, a solas, con un solo verbo que se nos confunde en el tiempo.

Texto de: Claudia Ulloa Donoso
























[Foto: http://goo.gl/6LMt6R]

No queriendo ser el grinch, pero... ¿Día del amigo?



20 de julio, día del amigo... una de las tantas fechas que se inventaron para mover el comercio, la gastronomía y blá blá. Le daré tanta bola a esa fecha como a las demás: día de la madre, del padre, del niño, ñé, ñé.
Día del amigo es cualquier día. Son todos los días del año. Es cuando te preocupas, cuando eliges a esa persona para que sea parte de la familia que elegiste. Esa que no es de sangre, pero tiene algo muuucho más importante para compartir: el amor. Ese amor de amigo, de amiga, más fuerte que el tiempo y el espacio.
Cambio un "feliz día" por un "cómo estás?" a todos mis amigos y amigas. Si así los considero, me interesan sus respuestas.
"A ver si nos juntamos"! La frase clásica de todos los grupos de amigos. Y muchas veces no nos juntamos nada... pero la amistad sigue, cuanto mucho con alguna cargada por lo colgados que somos, porque nos pusimos de novi@s, o porque la vida nos alejó espacialmente. Pero nuestros corazones siguen atados por un lazo inquebrantable... el de la amistad.