La madre de las abuelas



Siempre pensé que las madres deben tomar un curso intensivo para avanzados antes de nacer, y que lo recuerdan cuando tienen su primer hijo. Es raro, pero las madres tienen mucho en común, por ser mujeres y por ser madres.
Pero las abuelas… las abuelas son como la evolución, el modelo perfeccionado de las madres, y si tienen mucho en común entre sí, es porque son mujeres, y porque fueron madres.
Por supuesto que hay madres arpías, y por ende, abuelas arpías, tanto así como los hombres tenemos otros adjetivos que enumeran nuestros defectos. Pero nada de todo esto viene al caso si quiero recordar ese maravilloso don tan propiamente femenino que lo tienen las madres y luego se transforma cuando esa madre tiene su primer nieto: el amor. Los hombres tenemos otros adjetivos para nombrar alguna que otra virtud.
El amor de una madre es una dulzura que es raro ver en un hombre, y en todo caso, sería raro que ese hombre no lo haya mamado de una madre, o al menos, de una mujer.
Quizás tras el primer nieto, cuando una mujer, que ya se hizo madre; y que ahora pasa a ser llamada abuela, empieza a notar los efectos del paso del tiempo. Tal vez cuando los oídos de una mujer, de una madre, escuchan que se refieren a ella como “nona”,se vuelve difícil ignorar que las cosas ya no son lo mismo, que uno mismo creció, que los hijos crecieron, y que ese nieto también lo hará. Y puede que sea ahí cuando esas mujeres, hasta hace algún tiempo sólo madres y ahora abuelas, comienzan a mirar todo con ojos de coleccionista, y cada pequeña cosa, desde algún juguete hasta un diente de leche, todo es un objeto de valor incalculable y de increíble plusvalía.
Ahora miro a la nona buscando empecinadamente algo en un viejo ropero, mientras espero sentado en una vieja cama, y observo las otras viejas cosas que conforman la casa de unos abuelos. La casa de unos abuelos es,definitivamente, muy distinta a otras casas. De alguna manera en esos lugares todo puede añejarse detenido en el tiempo.
Y ahí lo encontró, una bolsa, una pequeña bolsa que podría contener cualquier cosa. Sonríe, me la entrega y se niega a decirme qué hay adentro. Le gusta darme intriga y a mí me gusta sufrirla. Empiezo a desatar la bolsita plástica con alguna que otra esperanza de que contenga cualquier cosa que pueda venderse a millones de dólares. Pero no, detrás de todos esos nudos tan firmes como para atar hasta el recuerdo más escurridizo a la memoria más olvidadiza, hay dos autitos de Fórmula 1, un tenedor y un cuchillo para jardín de infantes. Nada más.
Y me choco contra la decepción de un adulto materialista en el que no quise transformarme, y luego contra la ternura que los hombres no nos permitimos frecuentar. Esas cosas, insignificantes quizás, lo eran todo para una mujer, alguna vez madre y ahora abuela, que se contenta con cualquier cosa que es capaz de traer el eco de nuestras agudas voces pidiendo ayuda para vestirnos, para espantar a los monstruos del placar o para hacer la tarea…
Indudablemente, la nostalgia es la madre de todas las abuelas…



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